domingo, 20 de septiembre de 2009

11 de Julio de 2009: Las Ruinas de Yeha y el mercado de Adwa



Salimos de Wukro temprano, nada más desayunar. Nos esperaban 300 km de carretera hasta llegar a Axum. Esa mañana era una mañana muy especial, se respiraba algo de nerviosismo en el ambiente. El Padre Ángel sacó de su armario el traje para acudir al evento más especial del año: a la graduación de los alumnos de St Mary. Profesores con toga, alumnos y familiares vestidos con sus mejores ropas se dirigían a la escuela cuando salimos con el coche de las instalaciones de Ángel Olaran. El ambiente era festivo, los niños parecían impacientes y la calle estaba llena de gente, me recordó a los domingos en mi pueblo cuando era pequeña.



Nos dio mucha pena dejar Wukro y nos llevamos grabadas las caras de sus niños, sus manos suaves apretando las nuestras.

Nos lanzamos de nuevo a la carretera advertidas de que el paisaje a partir de aquel punto no iba a ser tan espectacular como lo había sido hasta Lalibela. Qué equivocadas estábamos en ese momento…. El espectáculo sólo acababa de empezar. No hubo un solo día de viaje que se hiciese largo, aburrido, que la vista se cansase de mirar a la carretera, de admirar el continuo desfilar de mujeres, ancianos, ganado, niños, montañas, árboles gigantescos...





De camino Axum hicimos dos paradas interesantes, una en las Ruinas de Yeha (El templo de la luna) y otra en Adwa. Yeha es el templo más antiguo del país, su construcción se fecha entre los siglos VI y VII antes de Cristo. Fue levantado durante la época sabaeana, anterior a la axumita, aunque no se sabe gran cosa acerca de la civilización que construyó el templo. Las investigaciones arqueológicas más recientes han demostrado que Yeha fue un extenso asentamiento y en las excavaciones, aún sin finalizar, se han encontrado diferentes tipos de objetos, como hornillos de incienso, armas de hierro y utensilios de cerámica. Su estado de conservación es bastante bueno y lo impresionante de su construcción es que está levantado con inmensos bloques de piedra rectangulares que están anclados unos a otros sin uso alguno de mortero.



En el siglo XVI se construyó en el interior del templo una iglesia cristiana que a principios del siglo XX fue reemplazada por otra, la que ahora se sitúa junto al templo. Esta iglesia está dedicada al monje Abune Aftse, uno de los nueve santos (Los nueve santos llegaron a Etiopía sobre el año 480 desde Roma, Constantinopla y Siria, acabaron con el paganismo en Etiopía, fundaron numerosos monasterios y tradujeron al Ge´ez la Biblia). La leyenda dice que Abune Aftse fue trasladado por un ángel a Yeha cuando huía de la persecución sufrida en diferentes lugares de Etiopía.



Visitamos la iglesia y el museo, todo ello en la misma localización. Toda Etiopía está salpicada de iglesias. Y las iglesias son los museos de Etiopía. Son los monjes los que custodian los tesoros. Hacinados en estanterías polvorientas hay manuscritos, iconos, instrumentos musicales antiguos, joyas… Todo ello expuesto a cualquiera sin ningún tipo de protección, expuesto, como el mismo pueblo etíope, a la más absoluta intemperie.
En la puerta del museo un hombre vendía cereales y anotaba las cuentas en una pequeña libreta. Por encima de ellos, el monje nos observaba, siempre con gesto de salir de otra dimensión a recibirnos y de volver a sumergirse en ella al decirnos adiós. La austeridad y la soledad en que viven estos monjes te hace pensar que realmente han caído del cielo, que siempre han estado ahí, tal cual están ahora, que nunca han sido niños, ni adolescentes, que nunca han deseado nada.




Fuera del complejo nos esperaban los niños del pueblo. Los mayores jugaban con una cuerda larga que ya habíamos visto por los caminos de Etiopía. La trenzan como si fuera un látigo y la hacen dar vueltas por encima de sus cabezas. Cuando la cuerda coge velocidad se escucha como un chasquido, como si se rasgara el aire. No se cómo se llama en Etiopía ese juego, yo les llamo domadores de aire (domadores de aire estrenan la humedad de la mañana antes de ir a la escuela).



A la hora de la comida visitamos Adwa. Adwa es un lugar glorioso en la historia de Etiopía, cualquier etíope se llena de orgullo al hablar de lo que esta ciudad representa para el país y para todo el continente africano. En Adwa el ejército etíope conducido por el emperador Menelik II venció al mucho mejor equipado ejército italiano el 1 de marzo de 1896. Este hecho convirtió a Etiopía en la primera nación africana que conseguía vencer por las armas a un país europeo.
En Adwa comimos, tomamos un café-té y visitamos el mercado. Durante la el café un niño se ofreció a limpiar nuestro zapatos, y en la visita al mercado, como ya era habitual, los niños nos perseguían de calle en calle… A una de las niñas le daba miedo acercarse a nosotras y Anunci se lo paso en grande haciéndola rabiar…




En el mercado nos compramos una Yebena y Coralima, una especia parecida a la pimienta con cierto gusto a limón.






Los mercados de Etiopía son la mejor muestra de la precariedad del la vida allí. Nada es basura: todo se compra y se vende.

lunes, 14 de septiembre de 2009

10 de Julio de 2009. Últimas horas en Wukro: Sesión de peluquería, la imagen más triste y velada con la pequeña periodista

Cuando regresamos a las instalaciones del Padre Ángel había dejado de llover y los niños estaban jugando en la entrada. Habían estado ayudando a recoger unas hierbas del colegio de St Mary y correteaban excitados de un lado para otro, parecía que estaban celebrando una fiesta. Al llegar nos contagiaron su emoción y como niñas nos unimos al juego, fascinadas por su simpatía y sus continuas muestras de cariño. Todos tenían una naranja entre las manos, naranjas que ninguno comía como intentando prolongar la existencia del tesoro. Una de esas niñas me tendió la suya, y aunque intenté no aceptarla al final no me quedó más remedio, doblegada  ante la insistencia etíope. Le dije a la niña que comería su naranja a la hora de la cena y la guardé en mi mochila con la esperanza de poder devolvérsela a su dueña . Estaba completamente conmovida por lo que estaba sucediendo, no podía dejar de preguntarme qué habría comido esa niña durante todo el día y sospechando la respuesta me di cuenta que acababan de hacerme el regalo más caro del mundo. Había recorrido kilómetros para una niña etíope, probablemente huérfana, con los pies llenos de barro y el vestido remedando por cada centímetro de tela me hiciera el regalo más caro del mundo…¡una naranja! Y sólo por estar allí, haciendo del día un acontecimiento, zurciendo su rutina de mala manera, como sus ropas, como sus vidas…

Hablaban y reían mucho, se “peleaban” por conseguir nuestra atención, nos pedían lápices para el colegio y mastica (chicle), usaban su zalamería para conseguir algo, lo que fuera, se conformaban con colgarse al cuello tu pañuelo, o con pasear un rato tu mochila, o con pequeño momento de atención. Y no dejaban de sonreír aunque les dijeses NO.

En un momento, las mayores nos sentaron en un escalón y montaron el salón de belleza. Tengo el pelo muy largo y en cuanto lo vieron les pareció entretenidísimo para hacer unas trencitas… usando un palito del suelo como peine, mucho tiempo y aprovechando que estoy muy acostumbrada a los tirones de pelo nos dejaron a Irene y a mi completamente desconocidas (tenemos que reconocer que las farenji carecemos por completo de esa elegancia innata de las mujeres etíopes para lucir según que peinados….). Mientras nos peinaban,  concentradas en su tarea empezaron a cantar, muy bajito, como si estuvieran durmiendo a un niño, y a Irene y a mi se nos hizo miguitas el corazón al escuchar de sus bocas la canción más dulce del mundo… Yo aún, si cierro los ojos, puedo recordarla….¡ ojalá no la olvidemos nunca!!!!

Después de cenar acompañamos al Padre Ángel en su visita a las familias, acto que repite cada noche, como una demostración más de que las familias de Wukro son sus familias y como tales a ellas dedica su tiempo, su afecto, su trabajo y su compañía. Primero hicimos una visita al hospital de Wukro donde estaba ingresada una de las madres del proyecto. Por la tarde habíamos estado jugando con su hijo, un niño muy serio, muy tímido, muy apagado. Cuando entramos en el hospital el olor a enfermedad nos sacudió la cara. En la misma sala se hacinaban las camas, los pies de una paciente casi tocaban la cabeza de otra. La mujer estaba prácticamente inconsciente, se quejaba entre sueños y según nos dijo el enfermero durante el día no había evolucionado según lo esperado. A los pies de la cama estaba el niño, demasiado pequeño para hacerse cargo de su madre enferma. El Padre fue a comprar las medicinas que había prescrito el médico y mientras le esperábamos salimos con el niño hasta la puerta del hospital. Seguramente no había cenado nada y le di la naranja que llevaba en la mochila. Sentí unas ganas inmensas de abrazarle y decirle que todo iba a salir bien. Me fui de Wukro con el deseo de proteger a ese niño, de lanzar al aire el deseo de que esa criatura haya agotado ya su ración de sufrimiento y que de aquí en adelante solo pueda ser feliz. Me fui de allí preguntándome, y aún continúo haciéndolo, qué va a ser de ese niño… De todas las imágenes que guardo del viaje es la única que me encoge el corazón en vez de hacerlo más grande.

Cuando dejamos el hospital fuimos a una de las casas de Wukro. Allí nos recibieron una madre con sus cuatro hijos y todos nos sentamos en el suelo, alumbrados por la luz de unas velas. La habitación tenía dos camas en forma de L, una mesa con barreños y utensilios de cocina y otra mesa con ropa. Una gallina saltaba por la cama del fondo, completamente ajena a nosotros. Como siempre el recibimiento fue cálido y afectuoso, de las dos hijas, la más pequeña regañó al Padre Ángel por no visitar a su familia con más frecuencia. La reunión giró completamente alrededor de esa niña, la madre prácticamente no se movió, arrinconada al lado de una de las camas y con visibles muestras de debilidad. Los hijos mayores, ya adolescentes, se mostraron más avergonzados y el pequeño dormía en una de las camas. La pequeña, como una perfecta periodista, fue interrogando una a una a sus invitadas de la noche, en un inglés inesperadamente bueno y usando su mano como micrófono nos preguntó el nombre, la edad, si teníamos hijos…. Y como buena interlocutora nos explicó también detalles de su familia. A la brillante luz de las velas sus ojos llenaban de vida el cuarto, inundados de esa vitalidad sobrehumana de los niños etíopes; su simpatía nos dejaba con la boca abierta, fascinadas de nuevo con frases tales como “Bienvenidas a Wukro, bienvenidas a mi casa, bienvenidas a mi corazón”.

lunes, 7 de septiembre de 2009

10 de Julio de 2009: Café y Bombolino en Wukro

Con semejante recibimiento llegamos tarde a la ceremonia del café…
El café es originario de KAFFA, en la región etíope de Sidamo, lugar de donde deriva su nombre aunque paradójicamente en Etiopía se le denomine bunna. Desde allí su uso se extendió a las regiones de cultura islámica a través de caravanas de mercaderes árabes y posteriormente se difundió por Europa partiendo de Turquía.
Tradicionalmente se cuenta que fue un pastor el que cayó en la cuenta de que sus cabras se volvían especialmente inquietas y nerviosas cuando comían el fruto de determinado arbusto. Al parecer este hallazgo interesó especialmente a los monjes de un monasterio cercano, que fueron los que se iniciaron en el consumo del café para mantenerse despiertos durante las largas noches de oración.
La preparación del café en Etiopía representa mucho más que una simple infusión, es el símbolo por excelencia de amistad y hospitalidad.
La preparación del café es una ceremonia sumamente solemne, todo un rito en el que se emplea bastante tiempo, un tiempo dedicado tanto a la elaboración del café y como a la creación de una intimidad especial entorno suyo.
La preparación de la ceremonia del café es ya en si misma una ceremonia en la que la anfitriona (son las mujeres las encargadas del ritual) esparce por el suelo flores y plantas formando un círculo que por un lado delimita el espacio dedicado a la preparación del café y por otro simboliza la unión entre el hombre y la naturaleza. Sobre esta alfombra de plantas, lugar sagrado que no se debe pisar ni atravesar, se disponen todos los utensilios necesarios para la elaboración del café. También, se enciende incienso con el fin de ahuyentar los malos espíritus de la casa.
Una vez iniciado el ritual la preparación del café comienza con el tueste del grano sobre un hornillo de hierro denominado bret mitad. Una vez tostado el grano se muele manualmente en un mortero llamado mukecha, se deja hervir en la ÿebënna (cafetera tradicional) y se sirve en unas pequeñas tacinas llamadas sini dispuestas sobre la rekebot, una pequeña mesita de madera.
Tradicionalmente se toman tres tazas de café en cada ceremonia, cada una de las rondas recibe el nombre de abol, tona y berreka. La primera de estas rondas, la de sabor más intenso, va dirigida a las personas de más edad y huéspedes y las dos restantes a todos los presentes en la ceremonia.
Es habitual por otro lado, acompañar el café con palomitas, garbanzos tostados, pan tradicional o y algunas bebida tradicional como el teich (vino casero hecho a partir de agua, miel y lúpulo). Parece ser que esta combinación responde a la intención de rendir culto a los antepasados, siempre presentes en la cultura africana en general y en la etíope en particular.
En Wukro apenas llegamos a la tercera ronda, pero si tomamos grandes dosis de lo que la ceremonia del café simboliza, de hospitalidad. Como todas las casas en las vistamos un Wukro una única habitación servía de dormitorio, cocina y sala de estar. Sentados entre las camas y algunas sillas unas diez personas, adultos y niños, nos repartimos en círculo alrededor de la anfitriona, completamente entregada a la ceremonia y sus invitados. Llegamos justo cuando fregaba las tazas de la segunda ronda y servía las de la tercera. El café estaba caliente y era lo más indicado para el momento; fuera estaba lloviendo a cántaros y traíamos los pies llenos de barro.


El café terminó pero no la ceremonia. Desde fuera, acallado el alboroto de los niños con la lluvia, debían de escucharse nuestras voces por todo Wukro… Sin conocer a nadie estábamos en familia, asombradas de escuchar a los más pequeños cantar en euskera (los voluntarios que han participado en el proyecto han dejado sus huellas en Wukro, incluso hay niños con nombres vascos en recuerdo del médico que atendió a la madres en el momento del parto) y felices de compartir ese momento. Nos despidieron como nos recibieron, con un cálido abrazo. A decir verdad nos sentimos abrazadas durante toda la ceremonia.
Después del café fuimos a visitar la iglesia de Wukro Cherkos, otra impresionante iglesia excavada en la roca aunque no completamente monolítica. Esta iglesia está dedicada a San Ciriaco y su interior está decorado por columnas y tallas decoradas en el siglo XV. El techo, también decorado con pinturas, se encuentra muy deteriorado por el incendio que tuvo lugar en el siglo X durante el reinado de la reina Judith. Como tantas iglesias de Etiopía Wukro Cherkos también alberga su pequeño tesoro, una réplica del venerado Tabot (Arca de la Alianza).

Al salir de la iglesia continuaba lloviendo intensamente, así que decidimos parar a tomar algo a la espera de poder seguir conociendo Wukro.
Entramos en un bar y todas las miradas se dirigieron a nosotras como ya era habitual. Mientras esperábamos a que nos trajeran los café-té (hay una técnica especial para que uno quede sobre otro, sin mezclarse en la misma taza) Million tarareaba Redemption Song, de Bob Marley, porque en la pared del local  estaba colgado un póster del cantante con el título de esa canción. Ahora se me ponen los pelos de punta cuando lo escucho y recuerdo su voz tímida y vibrante mientras cantaba…


Llegaron los cafés y el momento de conocer el dulce etíope, una especie de donut enorme llamado BOMBOLINO. Las tres dijimos al probarlo “qué rico” y Solomon, que ya se había arrancando a aprender de nosotras unas cuantas palabras en español repitió encantado “qué rico”, y a partir de ese momento y para siempre (al menos para nosotras) los bombolinos empezaron a llamarse simplemente QUÉ RICO.

Del bombolino regresamos a las instalaciones del padre Ángel donde nos esperaba la noche, la parte más sobrecogedora de nuestro paso por Wukro.

jueves, 3 de septiembre de 2009

10 de Julio de 2009: Llegada a Wukro


Aunque llegamos a Wukro después de lo previsto el Padre Ángel aún no nos estaba esperando. Entramos en sus instalaciones y con los ojos como platos recorríamos curiosas todo cuanto veíamos, pendientes de que Abba Melaku (como el Padre es conocido en Wukro) apareciera por cualquier esquina.

En las instalaciones hay dos hileras de casas separadas por una densa extensión de árboles. En la parte delantera, más cercana a la calle, se encuentran los lugares comunes, detrás de los frutales las habitaciones donde nos alojamos. Al cruzar la puerta del recinto, justo enfrente,  está la escuela de Saint Mary.

El Padre Ángel es un hombre jovial, cercano, cuando se acercó a nosotras nos recibió bromeando: “por lo blancas que sois debéis ser vosotras, yo soy yo” y así se rompió inmediatamente el hielo. Nos hizo pasar al comedor y nos ofreció café, té y un frutero con guayabas que había sobre la mesa. Después de intercambiar unos comentarios cordiales sobre el viaje y la lluvia que no acababa de llegar a Wukro nos dejó durante unos minutos para ir en busca de los niños y voluntarios que estaban pasando la mañana podando árboles a unos kilómetros de allí.

Cuando regresó, nos instalamos y poco después volvimos a reunirnos en el comedor para el almuerzo. Éramos unas diez personas sentadas a la mesa y el Padre nos maravilló con su vitalidad, con su sentido del humor, incluso con su manera de expresarse. Era un joven más entre jóvenes. Los voluntarios, casi todos del País Vasco, llevaban todo el mes de Julio allí y por su alegría, su entusiasmo, por la energía que contagiaban era evidente que estaban disfrutando cada minuto de esa experiencia. Hablaban como si llevaran toda la vida allí. Después de comer, nos propusieron acompañarles a una casa cercana a la que habían sido invitados a la ceremonia del café.

Cuando salimos de la casa el cielo estaba completamente cubierto y empezaba a llover. Andando a paso lento el camino de Saint Mary a la casa de Mayder (así es como le gustaba que la llamasen, su nombre era Mah´der) puede tomar a lo sumo unos cinco minutos, y aunque no uso reloj y por tanto no puedo precisar el tiempo exacto que pasamos en la calle, no exagero si digo que al menos tardamos tres cuartos de hora en recorrerlo. La calle estaba llena de niños, algunos de ellos simplemente estaban, como lo están en toda Etiopía, otros muchos intentaban ganar unos cuantos birr (la moneda etíope) vendiendo beles (higos chumbos).

No puedo describir lo impresionante que fue cuando, al torcer la esquina, una de las niñas del proyecto salió corriendo hacia mí y dando un salto se agarró a mi cuello y me abrazó con sus brazos fuertes aunque extremadamente delgados. En ese momento, el deseo de que la distancia entre España y Etiopía no fuera tan grande (y obviamente no me refiero a la distancia física) fue tan intenso que sentí que esa distancia se hacia más pequeña.

No paraban de aparecer niños y niñas de todas las edades, todos aparentando menos edad que la que tenían, todos con la ropa demasiado vieja, todos ansiosos por darte la mano, por hablar contigo, impacientes por ser los protagonistas y tener un motivo por el que mantener la risa, la caricia, todos demostrando que los momentos de euforia también son posibles en una de las regiones más pobres del planeta, que en Etiopía la tragedia y la vida en su estado más puro habitan en la misma casa, que pese a todo, no es tristeza lo que sus ojos trasmiten…

Nos rodearon decenas de niños, nos hablaban, nos abrazaban, aprendían nuestros nombres y los detalles de nuestras familias, nos invitaban a conocer sus casa, nos preguntaban cuánto tiempo nos quedaríamos deseosos de que fuera mucho, aunque nunca antes nos hubiésemos visto, y conseguían, con la primera mirada, que nosotras también deseásemos quedarnos allí más tiempo, rodeadas como estábamos de los mismísimos Ángeles de Wukro.

martes, 1 de septiembre de 2009

9 de Julio de 2009: Mañana Mekele

Salimos temprano de Lalibela con destino a Mekele. Nos esperaba otro día de carretera con destino a Mekele, un día de 279 kilómetros. Un día más de paisajes asombrosos, montañas, rostros y gestos impactantes que surgían de cualquier parte, como por arte de magia. Ninguna pista, ninguna carretera, ningún poblado era igual al anterior, siempre tenían sus características únicas, siempre sorprendentes:








Mekele fue la capital de Etiopía durante el reinado de Yohannes IV (1871-1889) y desde 1881 la sede del gobierno regional del Tigray. El palacio del emperador fue construido en 1882 por un arquitecto italiano y actualmente es sede del museo de la ciudad.

Mekele es una de las ciudades más grandes y modernas de Etiopía. Llegamos a media tarde y tuvimos tiempo de dar un paseo por la ciudad. Hicimos el camino de ida y vuelta por una larga avenida repleta de tiendas y de gente. No había luz en la ciudad y cuando anocheció el paseo se convirtió en un ejercicio de no pedernos de vista y no chocar con nada ni nadie al mismo tiempo. Fue el único día en que optamos por no llevar las mochilas en la espalda (Mekele era definitivamente una ciudad más moderna…. ).

Entramos en todas las tiendas de electrónica que encontramos en el camino (y fueron muchas) en nuestra búsqueda infructuosa de la tarjeta, y aunque esa noche no hubo éxito nos recomendaron una última tienda en la que por fin, a la mañana siguiente, pudimos encontrar lugar para las preciosas fotografías de Anunci.

Después del paseo regresamos al hotel cargadas de cuadernos y bolígrafos que compramos en una papelería, a la luz de las velas, para los niños del proyecto. Nos fuimos temprano a dormir: el Padre Ángel nos esperaba al día siguiente, a las once de la mañana –hora occidental- en Wukro.

Cuando a la mañana siguiente salimos de Mekele estábamos impacientes y en mi caso también algo nerviosa por nuestra visita a Wukro… era realmente un sueño estar tan cerca… me impresionaba pensar en lo fácil que había sido todo, un año antes ni siquiera conocía a las personas con las que estaba y ahora, concatenando unos acontecimientos con otros, estaba viviendo una experiencia muy emocionante sin prácticamente haber hecho ningún esfuerzo.

Estábamos allí, entre otras cosas, porque casualmente, paseando por la sección de libros del centro comercial las pasadas Navidades me encontré con el libro “Ángeles de Wukro”. Este libro, para los que no hayáis oido hablar de él, ha sido escrito por una periodista, Mayte Pérez Baez, y describe no sólo el trabajo y la dedicación del Padre Ángel Olarán en Wukro sino también su experiencia vital durante el tiempo que pasó allí como parte integrante del proyecto, así como testimonios y reflexiones acerca de la pobreza y la línea divisoria cada vez más grande que separa la miseria de la abundancia. El libro acababa de publicarse y reconozco que no sabía nada al respecto aunque si conocía, a través de los medios de comunicación, la labor del Padre Ángel en Etiopía. El caso es que la imagen de la portada de “Ángeles de Wukro” me puso alerta desde el primer momento pues no tuve ninguna duda de que ese libro estaba relacionado con Etiopía.
Sin poder remediarlo compré el libro y lo devoré la siguiente semana. A partir de ese punto, todo se fue desencadenando sólo. Buscando información por internet conocí más detalles sobre el trabajo impecable del Padre y me encontré con la posibilidad de viajar a Etiopía a través de la Fundación Ángel Olarán, en LLeida. Empecé a plantearme muy seriamente la posibilidad de hacer ese viaje y cuando Anunci me comentó que ella también estaba fantaseando con viajar a Etiopía lo tuvimos claro, más adelante se unió Irene y…. ¡¡¡¡ estábamos allí !!!.
Parecía, como digo, un sueño....