lunes, 14 de septiembre de 2009

10 de Julio de 2009. Últimas horas en Wukro: Sesión de peluquería, la imagen más triste y velada con la pequeña periodista

Cuando regresamos a las instalaciones del Padre Ángel había dejado de llover y los niños estaban jugando en la entrada. Habían estado ayudando a recoger unas hierbas del colegio de St Mary y correteaban excitados de un lado para otro, parecía que estaban celebrando una fiesta. Al llegar nos contagiaron su emoción y como niñas nos unimos al juego, fascinadas por su simpatía y sus continuas muestras de cariño. Todos tenían una naranja entre las manos, naranjas que ninguno comía como intentando prolongar la existencia del tesoro. Una de esas niñas me tendió la suya, y aunque intenté no aceptarla al final no me quedó más remedio, doblegada  ante la insistencia etíope. Le dije a la niña que comería su naranja a la hora de la cena y la guardé en mi mochila con la esperanza de poder devolvérsela a su dueña . Estaba completamente conmovida por lo que estaba sucediendo, no podía dejar de preguntarme qué habría comido esa niña durante todo el día y sospechando la respuesta me di cuenta que acababan de hacerme el regalo más caro del mundo. Había recorrido kilómetros para una niña etíope, probablemente huérfana, con los pies llenos de barro y el vestido remedando por cada centímetro de tela me hiciera el regalo más caro del mundo…¡una naranja! Y sólo por estar allí, haciendo del día un acontecimiento, zurciendo su rutina de mala manera, como sus ropas, como sus vidas…

Hablaban y reían mucho, se “peleaban” por conseguir nuestra atención, nos pedían lápices para el colegio y mastica (chicle), usaban su zalamería para conseguir algo, lo que fuera, se conformaban con colgarse al cuello tu pañuelo, o con pasear un rato tu mochila, o con pequeño momento de atención. Y no dejaban de sonreír aunque les dijeses NO.

En un momento, las mayores nos sentaron en un escalón y montaron el salón de belleza. Tengo el pelo muy largo y en cuanto lo vieron les pareció entretenidísimo para hacer unas trencitas… usando un palito del suelo como peine, mucho tiempo y aprovechando que estoy muy acostumbrada a los tirones de pelo nos dejaron a Irene y a mi completamente desconocidas (tenemos que reconocer que las farenji carecemos por completo de esa elegancia innata de las mujeres etíopes para lucir según que peinados….). Mientras nos peinaban,  concentradas en su tarea empezaron a cantar, muy bajito, como si estuvieran durmiendo a un niño, y a Irene y a mi se nos hizo miguitas el corazón al escuchar de sus bocas la canción más dulce del mundo… Yo aún, si cierro los ojos, puedo recordarla….¡ ojalá no la olvidemos nunca!!!!

Después de cenar acompañamos al Padre Ángel en su visita a las familias, acto que repite cada noche, como una demostración más de que las familias de Wukro son sus familias y como tales a ellas dedica su tiempo, su afecto, su trabajo y su compañía. Primero hicimos una visita al hospital de Wukro donde estaba ingresada una de las madres del proyecto. Por la tarde habíamos estado jugando con su hijo, un niño muy serio, muy tímido, muy apagado. Cuando entramos en el hospital el olor a enfermedad nos sacudió la cara. En la misma sala se hacinaban las camas, los pies de una paciente casi tocaban la cabeza de otra. La mujer estaba prácticamente inconsciente, se quejaba entre sueños y según nos dijo el enfermero durante el día no había evolucionado según lo esperado. A los pies de la cama estaba el niño, demasiado pequeño para hacerse cargo de su madre enferma. El Padre fue a comprar las medicinas que había prescrito el médico y mientras le esperábamos salimos con el niño hasta la puerta del hospital. Seguramente no había cenado nada y le di la naranja que llevaba en la mochila. Sentí unas ganas inmensas de abrazarle y decirle que todo iba a salir bien. Me fui de Wukro con el deseo de proteger a ese niño, de lanzar al aire el deseo de que esa criatura haya agotado ya su ración de sufrimiento y que de aquí en adelante solo pueda ser feliz. Me fui de allí preguntándome, y aún continúo haciéndolo, qué va a ser de ese niño… De todas las imágenes que guardo del viaje es la única que me encoge el corazón en vez de hacerlo más grande.

Cuando dejamos el hospital fuimos a una de las casas de Wukro. Allí nos recibieron una madre con sus cuatro hijos y todos nos sentamos en el suelo, alumbrados por la luz de unas velas. La habitación tenía dos camas en forma de L, una mesa con barreños y utensilios de cocina y otra mesa con ropa. Una gallina saltaba por la cama del fondo, completamente ajena a nosotros. Como siempre el recibimiento fue cálido y afectuoso, de las dos hijas, la más pequeña regañó al Padre Ángel por no visitar a su familia con más frecuencia. La reunión giró completamente alrededor de esa niña, la madre prácticamente no se movió, arrinconada al lado de una de las camas y con visibles muestras de debilidad. Los hijos mayores, ya adolescentes, se mostraron más avergonzados y el pequeño dormía en una de las camas. La pequeña, como una perfecta periodista, fue interrogando una a una a sus invitadas de la noche, en un inglés inesperadamente bueno y usando su mano como micrófono nos preguntó el nombre, la edad, si teníamos hijos…. Y como buena interlocutora nos explicó también detalles de su familia. A la brillante luz de las velas sus ojos llenaban de vida el cuarto, inundados de esa vitalidad sobrehumana de los niños etíopes; su simpatía nos dejaba con la boca abierta, fascinadas de nuevo con frases tales como “Bienvenidas a Wukro, bienvenidas a mi casa, bienvenidas a mi corazón”.

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